El Viernes Santo es un día de intenso dolor. El recuerdo de lo que Jesucristo padeció por nosotros suscita sentimientos de dolor, compasión y de pesar por la parte que tenemos en los pecados del mundo.
La devoción a la pasión de Cristo está fuertemente arraigada en la piedad cristiana. Se practicaba ya en la Iglesia primitiva e incluso se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento.
La liturgia se divide en tres partes: liturgia de la palabra, adoración de la cruz y comunión.
Liturgia de la palabra.
La ceremonia comienza de una manera escueta. El celebrante y el diácono se aproximan al altar en silencio, hacen una reverencia o bien, siguiendo el uso antiguo, se postran. Todos rezan en silencio durante unos segundos. A continuación el celebrante lee la oración colecta, y después todos se sientan para escuchar las lecturas.
La primera lectura (Is 52,13-53,12) nos presenta al "siervo paciente", figura profética en la cual la tradición cristiana y el mismo Nuevo Testamento han reconocido a Cristo. Cristo en su Pasión es, efectivamente, el "Varón de Dolores".
La segunda lectura (Heb 4,14-16; 5,7-9) nos presenta a Cristo en su función sacerdotal, reconciliando a los hombres con Dios por el sacrificio de su vida.
"Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan". Con esta sencilla introducción comienza la lectura del evangelio del Viernes Santo (Jn 18,1-19,42). San Juan ve la pasión con mayor profundidad que los otros evangelistas, a la luz de la resurrección. Su fe pascual transfigura cada detalle y cada episodio de esta última fase de la vida terrena del Salvador.
La Cruz en sí misma es un sacrificio cruel y bárbaro; pero, desde que Cristo redimió a los hombres en el leño de la cruz, ésta es objeto de veneración. Para San Juan, la cruz es una especie de trono. La cruz es descrita como una "exaltación", término que instantáneamente comunica la idea de ser elevado y glorificado. Es San Juan quien nos dice que Jesús llevó su propia cruz.
Jesús libremente se encamina hacia su ejecución; con perfecta libertad y completo conocimiento del significado de lo que acontece, sale al encuentro de su destino. El motivo es el amor. La cruz es la revelación suprema del amor de Dios.
Jesús aparece como rey, como juez y como salvador. Las burlas de los soldados y la coronación de espinas sirven para poner de manifiesto su realeza. En el acto mismo de su condena, es Jesús, no Pilato, quien aparece como juez; ante sus palabras y ante su cruz nos encontramos condenados o justificados. Finalmente, como salvador, Jesús reúne a su pueblo en unidad alrededor de su cruz. La Iglesia, representada en la túnica sin costura, queda formada. A María, su madre, le confiere una maternidad espiritual; queda constituida madre de todos los vivientes. Jesús desde la cruz entrega su espíritu, inaugurando así el período final de la salvación. De su costado brota sangre y agua, símbolos de salvación y del Espíritu que da vida. Cristo se muestra como el verdadero cordero pascual cuya sangre ya había salvado a los israelitas. Volverse a él con fe es salvarse.
Adoración de la Cruz.
El Viernes Santo no se ofrece el sacrificio eucarístico. La parte central de la misa, la plegaria eucarística, se omite. En su lugar tenemos la emotiva ceremonia de la adoración de la cruz. A ésta sigue la comunión.
La misma ausencia en este día de sacrificio eucarístico nos habla de la íntima relación entre el sacrificio del Calvario y la misa. Cristo murió de una vez para siempre por nuestros pecados. Su sacrificio es único y suficiente, pero el memorial de aquella muerte y sacrificio se celebra en todas las misas. En este día la mirada de la Iglesia está fija en el Calvario mismo, en donde Cristo inmoló su vida en expiación por nuestros pecados.
El rito de la adoración tiene dos fórmulas posibles. La primera consiste en un descubrimiento gradual de la cruz. El celebrante, de pie ante el altar, toma la cruz, descubre un poco de la parte superior y la eleva, diciendo o cantando: "Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo". El pueblo responde: "Venid a adorarlo". Todos se arrodillan y veneran la cruz en silencio. Seguidamente el celebrante descubre el brazo derecho de la cruz y hace de nuevo la invitación a adorarlo. Por fin descubre la cruz totalmente, haciendo una tercera invitación, a la que sigue la tercera veneración.
La segunda fórmula consiste en una procesión con la cruz descubierta desde la puerta de la iglesia hasta el presbiterio. En el camino hacia el altar se hacen tres estaciones, la primera cerca de la entrada, la segunda en el medio de la iglesia y la tercera junto al presbiterio. En cada una de ellas el sacerdote o diácono que lleva la cruz se detiene, la eleva y canta o dice: "Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo"; sigue la respuesta y adoración de la cruz: “Venid a adorarlo”. Se coloca luego la cruz junto al presbiterio en posición adecuada para que todos los fieles puedan acercarse y adorarla mediante una genuflexión o un beso.
Ya desde el siglo IV los cristianos de Jerusalén usaban el beso como acto de adoración a la cruz el viernes santo.
Mientras los fieles se acercan para adorar la cruz se cantan antífonas, himnos y otras composiciones adecuadas. Hay algunas muy antiguas que impresionan por su belleza y profundidad.
Luego vienen los famosos "improperios", llamados así porque en ellos Jesús reprocha a su pueblo su ingratitud. Él relata lo que ha hecho por su pueblo: lo sacó de Egipto, lo condujo a través del desierto, lo alimentó con el maná, hizo por él toda clase de portentos; en recompensa por todos esos favores, el pueblo lo trata con desprecio. La antítesis: "Yo te saqué de Egipto, tú preparaste una cruz para tu Salvador", es usada para dar efecto a toda la composición. Entre un improperio y otro tenemos el patético estribillo: "¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme".
El rito de comunión.
El altar está ahora cubierto por el mantel y se trae desde el Sagrario el copón con las hostias consagradas en los oficios del Jueves Santo.
La liturgia del Viernes Santo termina sin despedida ni canto final. El pueblo se retira en silencio.
El altar queda desnudo, el sagrario vacío, el presbiterio sin flores ni ornamentos de ninguna clase. Es el día en que la iglesia presenta un aspecto extremadamente austero. Nada distrae nuestra atención del altar y la cruz. La Iglesia permanece vigilante junto a la cruz del Señor.
La devoción a la pasión de Cristo está fuertemente arraigada en la piedad cristiana. Se practicaba ya en la Iglesia primitiva e incluso se encuentra en los escritos del Nuevo Testamento.
La liturgia se divide en tres partes: liturgia de la palabra, adoración de la cruz y comunión.
Liturgia de la palabra.
La ceremonia comienza de una manera escueta. El celebrante y el diácono se aproximan al altar en silencio, hacen una reverencia o bien, siguiendo el uso antiguo, se postran. Todos rezan en silencio durante unos segundos. A continuación el celebrante lee la oración colecta, y después todos se sientan para escuchar las lecturas.
La primera lectura (Is 52,13-53,12) nos presenta al "siervo paciente", figura profética en la cual la tradición cristiana y el mismo Nuevo Testamento han reconocido a Cristo. Cristo en su Pasión es, efectivamente, el "Varón de Dolores".
La segunda lectura (Heb 4,14-16; 5,7-9) nos presenta a Cristo en su función sacerdotal, reconciliando a los hombres con Dios por el sacrificio de su vida.
"Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan". Con esta sencilla introducción comienza la lectura del evangelio del Viernes Santo (Jn 18,1-19,42). San Juan ve la pasión con mayor profundidad que los otros evangelistas, a la luz de la resurrección. Su fe pascual transfigura cada detalle y cada episodio de esta última fase de la vida terrena del Salvador.
La Cruz en sí misma es un sacrificio cruel y bárbaro; pero, desde que Cristo redimió a los hombres en el leño de la cruz, ésta es objeto de veneración. Para San Juan, la cruz es una especie de trono. La cruz es descrita como una "exaltación", término que instantáneamente comunica la idea de ser elevado y glorificado. Es San Juan quien nos dice que Jesús llevó su propia cruz.
Jesús libremente se encamina hacia su ejecución; con perfecta libertad y completo conocimiento del significado de lo que acontece, sale al encuentro de su destino. El motivo es el amor. La cruz es la revelación suprema del amor de Dios.
Jesús aparece como rey, como juez y como salvador. Las burlas de los soldados y la coronación de espinas sirven para poner de manifiesto su realeza. En el acto mismo de su condena, es Jesús, no Pilato, quien aparece como juez; ante sus palabras y ante su cruz nos encontramos condenados o justificados. Finalmente, como salvador, Jesús reúne a su pueblo en unidad alrededor de su cruz. La Iglesia, representada en la túnica sin costura, queda formada. A María, su madre, le confiere una maternidad espiritual; queda constituida madre de todos los vivientes. Jesús desde la cruz entrega su espíritu, inaugurando así el período final de la salvación. De su costado brota sangre y agua, símbolos de salvación y del Espíritu que da vida. Cristo se muestra como el verdadero cordero pascual cuya sangre ya había salvado a los israelitas. Volverse a él con fe es salvarse.
Adoración de la Cruz.
El Viernes Santo no se ofrece el sacrificio eucarístico. La parte central de la misa, la plegaria eucarística, se omite. En su lugar tenemos la emotiva ceremonia de la adoración de la cruz. A ésta sigue la comunión.
La misma ausencia en este día de sacrificio eucarístico nos habla de la íntima relación entre el sacrificio del Calvario y la misa. Cristo murió de una vez para siempre por nuestros pecados. Su sacrificio es único y suficiente, pero el memorial de aquella muerte y sacrificio se celebra en todas las misas. En este día la mirada de la Iglesia está fija en el Calvario mismo, en donde Cristo inmoló su vida en expiación por nuestros pecados.
El rito de la adoración tiene dos fórmulas posibles. La primera consiste en un descubrimiento gradual de la cruz. El celebrante, de pie ante el altar, toma la cruz, descubre un poco de la parte superior y la eleva, diciendo o cantando: "Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo". El pueblo responde: "Venid a adorarlo". Todos se arrodillan y veneran la cruz en silencio. Seguidamente el celebrante descubre el brazo derecho de la cruz y hace de nuevo la invitación a adorarlo. Por fin descubre la cruz totalmente, haciendo una tercera invitación, a la que sigue la tercera veneración.
La segunda fórmula consiste en una procesión con la cruz descubierta desde la puerta de la iglesia hasta el presbiterio. En el camino hacia el altar se hacen tres estaciones, la primera cerca de la entrada, la segunda en el medio de la iglesia y la tercera junto al presbiterio. En cada una de ellas el sacerdote o diácono que lleva la cruz se detiene, la eleva y canta o dice: "Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo"; sigue la respuesta y adoración de la cruz: “Venid a adorarlo”. Se coloca luego la cruz junto al presbiterio en posición adecuada para que todos los fieles puedan acercarse y adorarla mediante una genuflexión o un beso.
Ya desde el siglo IV los cristianos de Jerusalén usaban el beso como acto de adoración a la cruz el viernes santo.
Mientras los fieles se acercan para adorar la cruz se cantan antífonas, himnos y otras composiciones adecuadas. Hay algunas muy antiguas que impresionan por su belleza y profundidad.
Luego vienen los famosos "improperios", llamados así porque en ellos Jesús reprocha a su pueblo su ingratitud. Él relata lo que ha hecho por su pueblo: lo sacó de Egipto, lo condujo a través del desierto, lo alimentó con el maná, hizo por él toda clase de portentos; en recompensa por todos esos favores, el pueblo lo trata con desprecio. La antítesis: "Yo te saqué de Egipto, tú preparaste una cruz para tu Salvador", es usada para dar efecto a toda la composición. Entre un improperio y otro tenemos el patético estribillo: "¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme".
El rito de comunión.
El altar está ahora cubierto por el mantel y se trae desde el Sagrario el copón con las hostias consagradas en los oficios del Jueves Santo.
La liturgia del Viernes Santo termina sin despedida ni canto final. El pueblo se retira en silencio.
El altar queda desnudo, el sagrario vacío, el presbiterio sin flores ni ornamentos de ninguna clase. Es el día en que la iglesia presenta un aspecto extremadamente austero. Nada distrae nuestra atención del altar y la cruz. La Iglesia permanece vigilante junto a la cruz del Señor.