Por su interés, reproducimos este artículo de opinión de Francisco J. Contreras, publicado en ABC de Sevilla el pasado jueves 12 de marzo:
Soy uno de los «sevillanos nuevos» que, no habiendo respirado en la infancia las tradiciones cofrades, permanecemos exiliados de ese mundo tan peculiar. Soy católico, pero no pertenezco a ninguna hermandad. Mi mirada sobre ellas es la de un foráneo; en cuanto tal, llegué casi a compartir en cierto tiempo el «anticofradismo vulgar» (Carlos Colón) tan frecuente en los no iniciados (ya se sabe, la visión de las hermandades como un microcosmos rancio, donde se cultiva una vivencia religiosa ritualista, sentimental… cuando no exclusivamente esteticista y pagana). Más tarde, el testimonio de algunos amigos me hizo entender que las cofradías pueden ser también el lugar de la profundización seria en la fe y de la práctica abnegada de la caridad (a través de sus admirables «obras sociales»: por cierto, la ayuda a las embarazadas en apuros económicos empieza a formar parte de ellas). Comprendí también que, para mucha gente, las cofradías eran, en una sociedad devastadoramente secularizada, un último y precioso cordón umbilical con lo trascendente.
Acostumbrado a no esperar de ese ambiente otras noticias que las relativas a pregones y trifulcas sobre la carrera oficial, me pareció estar soñando cuando ABC informó en días pasados que la Hermandad del Silencio «obligará a sus miembros a manifestarse en contra del aborto», que se planea convocar un pleno del Consejo de Cofradías para tomar postura oficial en contra del proyecto gubernamental de «ley de plazos»… Lo increíble estaba ocurriendo: las venerables corporaciones —tan importantes en la ciudad— saltaban del siglo XVII al XXI; reviviendo sus mejores días —cuando fueron pioneras en la proclamación del dogma inmaculista— irrumpían gallardamente en el debate político-moral más importante de nuestro tiempo. Un hilo misterioso vincula quizás ambas batallas: de la defensa de la Inmaculada Concepción de María… a la defensa de la concepción tout court. «Todo el mundo en general, a voces, Reina escogida, diga»… que hay vida independiente desde la concepción; que la dignidad humana no depende del tamaño, de la autonomía ni del grado de desarrollo del sujeto; que aquel Estado «que se arroga el derecho de disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos […] se transforma en Estado tirano» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 20).
Como siempre, no faltarán voces timoratas que rezonguen que «no es ésa la función de las Hermandades», que «la Iglesia no debe meterse en política», que «en las cofradías debe haber sitio para todos»… Durante décadas, muchos han ponderado la capacidad de acogida transideológica de las hermandades sevillanas: el espectáculo del militante comunista que ceñía la trabajadera, para volver después al despacho laboralista, no dejaba de resultar antropológicamente sabroso (Don Camilo y Peppone hermanados unas horas tras un palio). Pero, desde el momento en que la izquierda —probablemente como compensación al abandono de su programa clásico (abolición del capitalismo, etc.)— se reinventa cada vez más como ingeniería social anticristiana («nuevos modelos de familia», abortismo, ideología de género, etc.), la neutralidad ideológica de las hermandades deja de aparecer como un rasgo de simpática tolerancia, para convertirse en inquietante síntoma de vacuidad. Si alguien puede sin mayores problemas participar de los ritos cofrades y a continuación salir corriendo a votar a favor del aborto libre o la eutanasia… la pertenencia a esa cofradía no significa nada. La izquierda clásica podía caber en la Iglesia; la postizquierda progre —empeñada en revolucionar las costumbres (siempre en un sentido anticristiano) tras haber fracasado en revolucionar las estructuras económicas— no.
En cuanto a que «no es función de las hermandades» mezclarse en tales batallas… Ciertamente, el derecho del nasciturus puede ser defendido desde premisas racionales no confesionales: que la vida comienza en la concepción es una verdad científica, no un dogma de fe; que las diferencias entre un embrión de pocas semanas y un bebé recién nacido se refieren a circunstancias contingentes (tamaño, «visibilidad», grado de maduración, etc.) carentes de relevancia moral es una verdad lógica comprensible por cualquiera no empeñado en autoengañarse. Pero, por desgracia, la Iglesia ha llegado a encontrarse virtualmente sola en la defensa de los más pequeños. Una sociedad en vías de barbarización ha decidido tratar a los engorrosos nascituri como «material biológico» eliminable a voluntad; sólo la Iglesia mantiene alzado el estandarte del donum vitae. Si ella no lo hace, nadie más lo hará.
Se está más calentito dentro de las sacristías… pero ha llegado la hora de salir a la calle y mojarse. Y, claro, caeremos antipáticos, nos llamarán «intolerantes» («si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros», Jn. 15, 20). Será más improbable que Don Camilo y Peppone sigan compartiendo sudores bajo la trabajadera. Pero, si ser católico significa algo más que una emoción estética o la adhesión inercial a unos ritos vacíos, no queda otra opción: «estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, […] la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”. Estamos no sólo “ante”, sino necesariamente “en medio de” este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida» (Evangelium vitae, 28).
Francisco J. Contreras. Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla
Soy uno de los «sevillanos nuevos» que, no habiendo respirado en la infancia las tradiciones cofrades, permanecemos exiliados de ese mundo tan peculiar. Soy católico, pero no pertenezco a ninguna hermandad. Mi mirada sobre ellas es la de un foráneo; en cuanto tal, llegué casi a compartir en cierto tiempo el «anticofradismo vulgar» (Carlos Colón) tan frecuente en los no iniciados (ya se sabe, la visión de las hermandades como un microcosmos rancio, donde se cultiva una vivencia religiosa ritualista, sentimental… cuando no exclusivamente esteticista y pagana). Más tarde, el testimonio de algunos amigos me hizo entender que las cofradías pueden ser también el lugar de la profundización seria en la fe y de la práctica abnegada de la caridad (a través de sus admirables «obras sociales»: por cierto, la ayuda a las embarazadas en apuros económicos empieza a formar parte de ellas). Comprendí también que, para mucha gente, las cofradías eran, en una sociedad devastadoramente secularizada, un último y precioso cordón umbilical con lo trascendente.
Acostumbrado a no esperar de ese ambiente otras noticias que las relativas a pregones y trifulcas sobre la carrera oficial, me pareció estar soñando cuando ABC informó en días pasados que la Hermandad del Silencio «obligará a sus miembros a manifestarse en contra del aborto», que se planea convocar un pleno del Consejo de Cofradías para tomar postura oficial en contra del proyecto gubernamental de «ley de plazos»… Lo increíble estaba ocurriendo: las venerables corporaciones —tan importantes en la ciudad— saltaban del siglo XVII al XXI; reviviendo sus mejores días —cuando fueron pioneras en la proclamación del dogma inmaculista— irrumpían gallardamente en el debate político-moral más importante de nuestro tiempo. Un hilo misterioso vincula quizás ambas batallas: de la defensa de la Inmaculada Concepción de María… a la defensa de la concepción tout court. «Todo el mundo en general, a voces, Reina escogida, diga»… que hay vida independiente desde la concepción; que la dignidad humana no depende del tamaño, de la autonomía ni del grado de desarrollo del sujeto; que aquel Estado «que se arroga el derecho de disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos […] se transforma en Estado tirano» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 20).
Como siempre, no faltarán voces timoratas que rezonguen que «no es ésa la función de las Hermandades», que «la Iglesia no debe meterse en política», que «en las cofradías debe haber sitio para todos»… Durante décadas, muchos han ponderado la capacidad de acogida transideológica de las hermandades sevillanas: el espectáculo del militante comunista que ceñía la trabajadera, para volver después al despacho laboralista, no dejaba de resultar antropológicamente sabroso (Don Camilo y Peppone hermanados unas horas tras un palio). Pero, desde el momento en que la izquierda —probablemente como compensación al abandono de su programa clásico (abolición del capitalismo, etc.)— se reinventa cada vez más como ingeniería social anticristiana («nuevos modelos de familia», abortismo, ideología de género, etc.), la neutralidad ideológica de las hermandades deja de aparecer como un rasgo de simpática tolerancia, para convertirse en inquietante síntoma de vacuidad. Si alguien puede sin mayores problemas participar de los ritos cofrades y a continuación salir corriendo a votar a favor del aborto libre o la eutanasia… la pertenencia a esa cofradía no significa nada. La izquierda clásica podía caber en la Iglesia; la postizquierda progre —empeñada en revolucionar las costumbres (siempre en un sentido anticristiano) tras haber fracasado en revolucionar las estructuras económicas— no.
En cuanto a que «no es función de las hermandades» mezclarse en tales batallas… Ciertamente, el derecho del nasciturus puede ser defendido desde premisas racionales no confesionales: que la vida comienza en la concepción es una verdad científica, no un dogma de fe; que las diferencias entre un embrión de pocas semanas y un bebé recién nacido se refieren a circunstancias contingentes (tamaño, «visibilidad», grado de maduración, etc.) carentes de relevancia moral es una verdad lógica comprensible por cualquiera no empeñado en autoengañarse. Pero, por desgracia, la Iglesia ha llegado a encontrarse virtualmente sola en la defensa de los más pequeños. Una sociedad en vías de barbarización ha decidido tratar a los engorrosos nascituri como «material biológico» eliminable a voluntad; sólo la Iglesia mantiene alzado el estandarte del donum vitae. Si ella no lo hace, nadie más lo hará.
Se está más calentito dentro de las sacristías… pero ha llegado la hora de salir a la calle y mojarse. Y, claro, caeremos antipáticos, nos llamarán «intolerantes» («si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros», Jn. 15, 20). Será más improbable que Don Camilo y Peppone sigan compartiendo sudores bajo la trabajadera. Pero, si ser católico significa algo más que una emoción estética o la adhesión inercial a unos ritos vacíos, no queda otra opción: «estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, […] la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”. Estamos no sólo “ante”, sino necesariamente “en medio de” este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida» (Evangelium vitae, 28).
Francisco J. Contreras. Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla